La astrología en la Antigüedad
Conferencia de Emmanuel
d’Hooghvorst pronunciada en Bruselas en 1975 y publicada en la revista
“Astrología y tradición” de la colección “La Puerta”.
Un brujo de pueblo que cura el cáncer por medio de hierbas… Una madre que salva a su hijo, mordido por una serpiente venenosa, auxiliándose únicamente de la magia… Una abuela que recupera la capacidad de lactancia y nutre un bebé gracias a la virtud de un caldo de hierbas recogidas en el bosque… Pueblos “primitivos”, como los de África occidental o ecuatorial, poseen por herencia unos conocimientos que aparentemente nada les predispone a haber adquirido; si se les pregunta de dónde les vienen, contestan: ¡de los ancestros!
Un saber o una ciencia tradicional se distingue de la académica en que la primera es una ciencia transmitida. Es, de alguna manera, un capital que hemos recibido de los antiguos, que debemos acrecentar y transmitir a nuestros descendientes tan intacto como sea posible.
La astrología se encuentra entre las ciencias tradicionales, que no deben nada a la invención humana; nos costaría mucho encontrar a su inventor. Todos los pueblos que han practicado este arte de la adivinación siempre se han remitido a sus predecesores; así, griegos y romanos decían que dicho arte les venía de los egipcios y caldeos.
Según René Guénon, la tradición está hecha de aquello que ha quedado tal como era en su origen: se trata de lo que ha sido “transmitido” de un estado de la humanidad anterior a otro presente. Como veremos, esta tradición no es susceptible de progreso porque no es únicamente humana. En lo que concierne a la astrología, una obra que tiene cerca de dos mil años, como el Tetrabiblos, del matemático y astrónomo Ptolomeo, no tiene nada que envidiar a los tratados escritos por los mejores astrólogos contemporáneos.
Sin duda es un error creer que la historia del pensamiento humano va a la par del desarrollo tecnológico. Tenemos incluso la impresión de que la tecnología, de la que estamos tan orgullosos, tienen por efecto paliar, reemplazar un cierto déficit de intuición y de sutilidad del hombre actual; como si los hombres del pasado no hubiesen tenido necesidad de nuestra tecnología porque eran más sutiles y estaban en relación más directa con el cosmos.
La ciencia de los astrólogos es fundamentalmente diferente de las ciencias modernas, puesto que parte -como todas las ciencias tradicionales- del punto de vista del hombre. No conoce más que al hombre en medio del cosmos. (1) Así pues, todo saber tradicional es en primer lugar el saber del hombre y reduce todo saber a la unidad del hombre. Todos los principios de esta ciencia se pueden resumir en las palabras que fueron inscritas en el frontón del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo y conocerás el Universo y los dioses.”
Las ciencias modernas proceden de un principio absolutamente diferente, puesto que en ellas todo debe ponerse en duda y ser revisado a la luz de la razón humana. El argumento de la autoridad de la antigüedad ya no es válido y, por consiguiente, las ciencias humanas están sometidas a la evolución y al progreso. Vemos así que esas ciencias dan nacimiento a técnicas extraordinarias, de las que todos somos beneficiarios, es evidente, y que nos ayudan a instalarnos y a vivir cada vez mejor en el mundo que nos encontramos. Gracias a esta tecnología, el hombre hace inventario de lo múltiple, incluso podría decirse que se dispersa en el infinito y en la multiplicidad. A medida que el hombre progresa (2) y explora, sondeando lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, va cada vez más lejos, pero podemos preguntarnos: ¿cada vez más lejos de qué, sino de sí mismo?
A esta noción de progreso, tal vez podría oponérsele, con Louis Cattiaux, el autor de El Mensaje Reencontrado, la noción de Arte: el Arte tiene por efecto llevar a la Naturaleza a un estado de perfección más allá del cual ya no hay progreso posible. (3) Los antiguos describieron dicho estado tomando como ejemplo el vidrio, que es una arena, un nitro llevado a un estado del perfección más allá del cual no hay progreso posible.
Consideremos pues la astrología como lo que es en realidad: una ciencia de la Naturaleza. La astrología es la ciencia de la naturaleza humana, y la Naturaleza sólo puede existir por la unión del Cielo y de la Tierra; donde el Cielo y la Tierra no se unen o no son unidos, no hay Naturaleza. Entonces, podríamos preguntarnos: ¿existe un Arte, un Arte del Cielo que se transmita y que nos permita, como han afirmado los antiguos, impulsar, llevar la naturaleza humana a un estado de perfección más allá del cual no haya progreso posible? Es lo que los antiguos nos han enseñado cuando hablan de la palingenesia, ‘la nueva generación’, un re-nacimiento. También nos han hablando también de la divinización del hombre, de convertir al hombre en un dios.
Algunos ejemplos nos permitirán comprender estas nociones de Arte y Naturaleza. La naturaleza produce el trigo, pero quien produce el pan es el arte. La naturaleza produce la viña, pero quien produce el vino es el arte. Jamás encontraremos un pan o un vino que haya sido producido naturalmente; es necesaria la mano del hombre… ¿Hay pues en esta tierra un arte que produce dioses? Por supuesto, con un nuevo horóscopo, ya que se trata de una nueva generación.
Sin embargo, en la astrología que se practica hay algo de decepcionante, en el sentido de que no tiene finalidad: el hombre nace con un determinado horóscopo, con un cierto destino; es feliz, desgraciado, rico, pobre, tiene una buena o mala salud y, finalmente, muere. Va de la generación a la corrupción, como decían los antiguos. Y cuando ha muerto, los astros continúan su curso en el Zodiaco, sin preocuparse del ser al cual habían dado nacimiento y después llevado a la corrupción.
Entonces ¿será verdad que, como dice Píndaro, el hombre es el sueño de una sombra? ¿Un sueño que se concretiza durante un instante y que después se borra como la sombra que le había dado nacimiento? Esta es la pregunta que haremos a los antiguos, en particular a los griegos y a los romanos.
Observemos que los judíos también nos han dejado una tradición astrológica; los judíos descendiente de Abraham, un caldeo que transmitió a sus hijos la astrología caldea, de la que era el depositario. Por eso cuando leemos los comentarios bíblicos hebreos, por ejemplo en el Talmud, encontramos muchos comentarios de versículos de la Escritura en los que se habla de astrología.
La astrología aparece desde el momento en que tenemos testimonios del pensamiento griego. Cleostrato, que vivió en Tenedos en el siglo VII a. C., nos ha dejado un tratado de astrología donde nos da el significado de diferentes signos del Zodiaco.
En el siglo VI a. C., Heráclito de Efeso, ciudad griega del Asia Menor, próxima a Caldea, escribió un pequeño libro de Filosofía que confió a los sacerdotes, recomendándoles que lo transmitieran con sumo cuidado. De dicho libro no ha quedado más que una o dos centenas de frases. Dos de esos fragmentos tratan de la ciencia del cielo; en el primero, que es biográfico, Heráclito se refiere a lo que llama el “gran año”, que consiste en cierta medida de tiempo. Para nosotros, que estamos en la tierra, el tiempo se mide evidentemente por la salida y la puesta del sol, pero para un observador que se encontrase por encima de la luna o en el nivel de la luna, ¿cómo contar el tiempo? El “gran año” es precisamente el espacio de tiempo que separa un cierto estado del cielo -en el que cada planeta está en tal o cual signo-, del estado siguiente, que será exactamente igual.
Pongamos un ejemplo: el mundo fue creado -o más exactamente, la máquina comenzó a girar- con todos sus planetas domiciliados: Marte en el signo de Aries, Venus en Tauro, etc. Para volver a encontrar un momento en que los astros estén situados en la misma posición es necesario esperar la renovación de un gran año completo. Heráclito asignaba al gran año un periodo de 10.800 años, aunque de manera puramente simbólica, multiplicando 360 por 30, el número de años medio de la vida de un hombre.
Se trata pues de un periodo de tiempo casi indefinido; es el movimiento sempiterno, que siempre gira, mucho mayor que el de la tierra. También se le designa con otro nombre; si aquí abajo la medida es llamada tiempo, encima de la luna se llama aion, en español ‘eón’. Sin duda, la doctrina de los eones ha hecho fortuna en el pensamiento grecolatino, y la encontramos incluso en santo Tomás, que la incluyó en su Summa Teológica, al hablar del aevum, es decir, ‘la edad’.
Una de las consecuencias de esta doctrina es que si el año se divide en cuatro estaciones, también el eón se divide en cuatro edades subsidiarias, aunque de duración diferente, a las que se ha denominado edad de oro, edad de plata, edad de cobre y edad de hierro. La edad de oro es como la primavera de la humanidad, el periodo más bello y largo, al cual suceden los otros tres hasta que, al final de un cierto lapso de tiempo muy prolongado, recomienza y vuelve a florecer.
Por otra parte, es conocido que los hindúes tienen una concepción social basada en la doctrina de las cuatro edades. De acuerdo con la famosa teoría de las castas, de difícil comprensión para los occidentales, habría hombres de oro, hombres de plata, de cobre, de hierro, según cierta selección que por otra parte es imposible determinar, y que daría nacimiento a la casta de los brahamanes, a la de los kshatryas, etc.
Los griegos también divinizaron y corporificaron el eón, que para ellos era asimismo el nombre de un dios, de un dios corporal. Según ellos, el Ser supremo ejerce su acción en el mundo por medio del Eón, y a partir de ahí llamaron eones a las potencias eternas emanadas del Ser supremo. No obstante, no hay que confundir este tiempo sempiterno con la noción de eternidad, ya que ésta es la ausencia de movimiento. Para los griegos también existe el mundo de la eternidad, pero más allá de la esfera de las estrellas fijas, allí donde no hay más movimiento, en el lugar que los platónicos situaron lo que llamaban la “pradera de las ideas”, de las ideas eternas. Así pues, el eón fue considerado como el intermediario entre el tiempo y la eternidad.
Fue tal vez esta concepción lo que ha dado nacimiento a la fórmula de bendición en la Iglesia de Occidente: “Bendito sea por los siglos de los siglos”, entendiéndose “siglos de los siglos” por los eones, la influencia de los cuales, como veremos, se derrama perpetuamente sobre nuestra tierra.
Los babilonios se vanagloriaban de haber acumulado una cantidad ingente de observaciones, consignadas en sus archivos, referidas al curso de los astros y a todos los acontecimientos que habían anotado en el curso de un gran año. El señor Brahy (4) se basó en estos conocimientos, según dijo, para anunciar sucesos muy graves hacia 1990. Sin embargo, ni siquiera los caldeos, pudo determinar la amplitud de un ciclo, lo cual hizo decir a Cicerón, en su tratado De la naturaleza de los dioses (II, 9): “Esta conversión de los astros a su punto de partida es muy larga, y es una cuestión difícil, pero no por ello menos cierta.”
Efectivamente, pues si jugamos con un calidoscopio, mirando las imágenes que se suceden, el cálculo de probabilidades nos permite afirmar que, en un determinado momento, se volverá a producir una imagen ya vista. Esto es tanto más cierto cuanto que se trata del curso de los astros, que no está sujeto al azar sino a los números.
Los antiguos egipcios habían hecho el horóscopo del mundo. Según ellos, el mundo nació en el momento de la aparición, en Oriente, del planeta Sirio, que es, según Louis-Claude de Saint-Martin, las “restituciones de Dios, de los hombres y del mundo”, la estrella de Pitágoras. Los egipcios la llamaban Sotis y la consagraron a la diosa Isis. Era normal, pues, que el mundo naciera en el momento en que la gran diosa de los egipcios, Isis, se elevaba en el horizonte. Por lo tanto, para los egipcios el ascendente del mundo debía situarse en los 14 o 15 grados de Cáncer, con la luna en el ascendente, que era el planeta de Isis. El sol en la casa segunda, en Leo: cuando el sol entra en este signo, a principios del mes de agosto, la crecida del Nilo es más fuerte. El Nilo es quien, cada año, fecunda la tierra santa de Egipto; así, era lógico que esta fecundación coincidiera con el comienzo del mundo. A continuación venían los demás planetas según su domicilio: Mercurio en Virgo y Saturno en Occidente, en Capricornio. El mundo había sido creado de noche, puesto que el sol estaba en la segunda casa, cosa natural, de lo contrario, el creador no hubiera dicho: “¡Que la luz sea!”
De esta teoría, según la cual cada vez que los planetas se vuelven a encontrar en la misma posición, comienza un mundo nuevo, algunos han extraído concepciones del todo extremas, como el mito del eterno retorno. A Nietzsche, que era helenista, le apasionó esta teoría; siguiendo tales ideas, llegará un tiempo, muy alejado, en que nos volveremos a encontrar en este mismo lugar, yo aquí y ustedes allí, yo hablando del mismo tema y ustedes escuchando. Volviendo a empezar los astros, todo deberá volver a comenzar de la misma manera.
Esto ha dado nacimiento a lo que llamamos milenarismo, del que también Heráclito nos ha hablado. En otro de sus fragmentos, dice: “La Sibila, quien con boca delirante profiere sus palabras sin sonreír, sin adornos y sin unción, atraviesa con su voz un término de mil años.”
Ahora bien, ¿qué anuncia la Sibila perpetuamente? La edad de oro. Al igual que los profetas de Israel se han sucedido para anunciar al Mesías, las numerosas Sibilas de la Antigüedad han anunciado todas la edad de oro.
Según esta teoría, la edad de oro debe venir al término de un ciclo de mil años, aunque dicha cifra parece igualmente simbólica, pues también en el Apocalipsis se habla de un reinado de Cristo que debe durar mil años. De ahí han nacido los famosos terrores del año mil, en que las gentes creyeron, al final del primer milenio, que había llegado el fin del mundo. Y con toda seguridad, a pesar de nuestros conocimientos científicos tan evolucionados, conoceremos los terrores del año dos mil.
Lo cierto es que ya encontramos los terrores del año mil en la Antigüedad, tal como lo refiere Tito Livio en su Historia de Roma. Como lo cantó el gran Virgilio -el mayor poeta que jamás haya producido la civilización occidental, que vivió naturalmente en Italia, cuna del arte y de la civilización-, la edad de oro de Roma comenzó con la destrucción de Troya. Fue de hecho esta destrucción lo que permitió al piadoso Eneas, después de muchas desgracias y naufragios, abordar la costa de Italia y fundar la ciudad de Alba Longa, de la que surgiría Roma.
Siguiendo la teoría milenarista, el nuevo milenio debía pues comenzar con la destrucción de una ciudad. Y como según el calendario de Eratóstenes, la ciudad de Troya había sido destruida el 1184 a. C., al acercarse el año 184 los romanos comenzaron a asustarse, y su espanto crecía motivado por la inestabilidad de los tiempos y porque los adivinos -que por entonces eran muy numerosos y a menudo expertos en su arte- habían anunciado que el foro romano estaría cubierto de tiendas el año 184. Recordemos la famosa toma de Roma por los galos, cerca de doscientos años después: saquearon la ciudad y acamparon en el foro romano. Entonces, la gente supersticiosa quedó persuadida de que Roma era la nueva Troya, que pronto sería destruida y que padecerían de nuevo el tumulto galo. Ahora bien, fue precisamente en el año 184 cuando murió el gran Pontífice Craso y, siguiendo la costumbre, después de su entierro se celebraron juegos fúnebres, así como un banquete fúnebre en el foro. Y sucedió que, al comenzar éste, se puso a llover, con lo cual se vieron obligados a levantar tiendas a toda prisa… La gente respiró y los supersticiosos se vieron liberados de sus temores sin daño alguno.
Esto ilustra la teoría milenarista y muestra que podemos interpretar muy mal las enseñanzas divinas si no lo hacemos con un espíritu absolutamente libre y sin prejuicios.
Hay otra historia que se refiere al siglo de oro, pero más interesante, ya que alude a lo que se llama la gnosis: está en la IV Bucólica de Virgilio. Muchos la conocen, es la que anuncia el retorno de la edad de oro gracias al nacimiento de un niño. Por eso los cristianos consideraron a Virgilio como uno de sus profetas, al igual que la Sibila. Pensemos en el canto de los muertos del antiguo ritual católico, el Dies irae, donde se hace alusión al famoso teste David cum Sibila, es decir: ‘David es el testimonio, con la Sibila’.
He aquí los primeros versos de la égloga:
“Hela aquí que ha vuelto, la última edad cantada por la profecía de
Cumas; el gran orden de los siglos recomienza. He aquí que vuelve
también la virgen; he aquí que vuelve también el reino de Saturno. He
aquí que una nueva generación desciende del cielo más elevado [toda
generación viene del cielo: ¡es algo que los astrólogos saben bien!].
Dígnate solamente, casta Lucina [la diosa de los nacimientos] favorecer
el nacimiento del niño por quien, para empezar, desaparecerá la raza de
hierro y se elevará en el mundo entero una raza de oro…”Así pues, una nueva generación que viene del cielo. Para comprender lo que es esta generación, hay que leer, al final del poema, aquel pasaje que suscitaba la emoción de los profesores -quienes hayan hecho las humanidades antiguas lo recordarán-, cuando hacían traducir a sus alumnos: “Comienza, niño pequeño, a reconocer a tu madre por la risa… comienza, niño pequeño: aquél a quien sus padres no han reído, un dios no lo ha juzgado digno de su mesa, ni una diosa de su lecho…”
He aquí pues la generación de los dioses, ¡que se define por la risa! Nosotros, los hombres, somos concebidos con un gemido y venimos al mundo también con un gemido.
Encontramos una enseñanza idéntica, cosa curiosa, en el Génesis de Moisés; se trata de la generación de los patriarcas, que en el judaísmo ya es una generación mesiánica. Así, según el Talmud, Sara, la mujer de Abraham, engendró gracias al Espíritu Santo. Leemos en el capítulo XVIII que Abraham se encontraba sentado a la puerta de su tienda, en el calor del día, y vio pasar a tres personajes, a quienes generosamente ofreció hospitalidad; estos tres personajes son ángeles, pero tienen la apariencia de hombres. Abraham les ofrece lavarles los pies y a continuación les prepara una buena comida. En el momento de marchar, los tres hombres se levantan y uno de ellos se dirige a Sara: “El próximo año volveré, como en el tiempo de la vida, y tú estarás encinta.”
Pero Sara tenía 99 años, y no había pues ninguna posibilidad de que quedara encinta. Entonces, dice el texto hebreo, “ella rió en sí misma”. El pasaje es aún más preciso -los judíos son siempre muy precisos- pues hay que leer “Y ella rió en su vientre” (Gn 18, 12).
Además, este es uno de los pasajes que fue voluntariamente edulcorado por los traductores de la Setenta, a fin de que los misterios más profundos de la Escritura no fuesen entregados a la profanación de los extranjeros. El texto griego dice: “y ella se puso a reír para sus íntimos”. Por lo tanto, había alguna cosa que esconder.
Después de Heráclito, recordemos también a Enópides, cuyo tratado de astrología no se ha conservado, pero de quien sabemos que asimilaba el Zodiaco a la Vía Láctea. Cuando Faetón, el hijo del Sol, quiso conducir el caballo de su padre, el sol cambió de ruta y se puso a correr en el Zodiaco.
Los pitagóricos nos han dejado tratados completos de cosmología, de los siglos V y IV a. C. En uno de los más célebres, Filolao de Tarento decía que la gnosis era el dominio de lo que había por encima de la luna y de lo que había bajo nuestros pies, mientras que la virtud reinaba en el espacio que separaba la luna de la tierra. Había pues una gnosis del cielo y una gnosis de lo que hay en la tierra.
En el Timeo, un tratado muy conocido que debe su nombre al de un célebre pitagórico, Platón nos ha dejado una cosmología completa, en la que adjudicó muchos planos al universo: había, para empezar, las esferas de los planetas, en la que cada planeta estaba sujeto a una esfera y cada una de las esferas giraba alrededor del Zodiaco -en el sentido del sol-, a una velocidad que le es propia, desde la esfera de la Luna hasta la de Saturno. Por encima de la esfera de Saturno se encontraba la de las estrellas fijas, que giraba en sentido inverso y con extrema lentitud. Finalmente, por encima de la esfera de las estrellas fijas se hallaba la Eternidad, donde ya no había movimiento y donde se encontraban las ideas. El espacio que separaba la tierra de la luna era el lugar del tiempo, un caos que sólo engendraba seres demasiado débiles para perpetuar su ser, y que estaba sometido a la acción de los mundos superiores; se decía que era el lugar de la generación y de la corrupción, mientras que por encima de la luna, los astros se bañaban en el éter divino.
El éter era un aire extremadamente sutil, mezclado con fuego, y era divino: para los griegos era el mismo Dios. Este éter estaba animado continuamente por un movimiento circular y era inteligente. El éter -que es el alma del mundo, lo que los hombres llaman Dios- mantenía continuamente las esferas en su movimiento circular. De ahí viene la palabra ‘universo’, del latín uni-versus, ‘que gira siempre en el mismo sentido’. Para Platón el éter era pues el mismo Dios, e incluso se divirtió haciendo juegos de palabras entre ‘éter’, aither y ‘Dios’, theos. (5)
Contamos asimismo con el comentario de Virgilio, quien celebra en su II Geórgica (325 y ss.) la venida de la primavera: “Entonces, el Padre omnipotente, el Éter [así, el éter es Dios Padre] desciende por medio de lluvias fecundantes al seno gozoso de su esposa, la Tierra, y unido en este potente abrazo a su gran cuerpo, vivifica todo embrión.”
Este éter está animado sobre todo por la necesidad y el deseo de corporificarse. Una vez encuentra un cuerpo muy puro, que de alguna manera es de su naturaleza, se une a él y produce la luz. Es lo que sucedió, dicen los antiguos, con los astros, que son dioses, hijos del éter, que los inflamó y los volvió luminosos.
El éter también desciende a este mundo, pero mezclándose a lo que Aristóteles llamó el flogisto, es decir, las impurezas. Aquí abajo el aire es impuro, está flogisticado: es lo que provoca los truenos y relámpagos. El éter se mezcla con ese aire flogisticado y es inspirado por los hombres al nacer, en el momento de la primera inspiración del niño. Es lo que provoca el horóscopo, pero ello el movimiento circular celeste se encuentra dentro del hombre. He aquí pues al hombre, en cierta manera fermentado -el aire es un fermento, no hay fermentación posible sin aire- por este aire flogisticado mezclado con el aire divino. Ahí está el destino del hombre, marcado por el movimiento circular, con la psique, su espíritu, que viene del cielo y es, por lo tanto, aéreo.
¿Cómo puede ser -la pregunta ya se la hacían en otros tiempos- que siendo los astros buenos, que siendo dioses, puedan tener malas influencias como las cuadraturas, las oposiciones, etc.? Según los antiguos, de hecho las influencias no son malas, sino que nosotros somos demasiado débiles para recibirlas. Es exactamente como un enfermo débil, que no puede recibir los rayos del sol sin daño. Los rayos del sol son buenos en sí mismos, pero para ciertos enfermos pueden ser peligrosos.
En el libro X de la República, Platón une armoniosamente los problemas del destino, los de la libertad de escoger y de la suerte. Es el mito de Er el Pánfilo. Las almas que han de reencarnarse pueden echar suertes, por turno; son introducidas en una playa donde se encuentran diferentes estatuas, que representan cada una a un hombre. Entonces escogen, según su sabiduría o su locura. A partir del momento en que han escogido, se les hace beber el agua del río Ameles, ‘sin preocupación’, y se encarnan. Han perdido el recuerdo y su destino está desde entonces fijado.
¿Pero es posible al hombre escapar de su destino? Platón aporta una respuesta a esta pregunta, aunque extremadamente discreta. En el Fedro explica que, antes de reencarnarse, las almas han podido, más o menos, según su calidad, según su fuerza, contemplar la pradera de las ideas. Cuando se encarnan han perdido el recuerdo de ellas, pero guardan como una nostalgia de las mismas. Y según el destino que les ha sido asignado, esta nostalgia puede inclinarles más o menos al estudio de la filosofía y a las santas iniciaciones.
“Por el estudio de la filosofía -dice Platón- el hombre puede volver a recordar realidades que antiguamente había contemplado o entrevisto”.
Un verdadero saber sería pues volver a recordar lo que ya se sabía y se ha olvidado, lo cual tendría el efecto de devolver a su espíritu las alas que le permitirían escapar del desesperante dédalo de este mundo y adquirir el entusiasmo. La palabra viene del griego enthousiasmos, que significa ‘tener en sí mismo el soplo de un dios’. Ser entusiasta, adquirir el entusiasmo es estar poseído por un dios. La cosa es curiosa, puesto que desde que el hombre nace e inspira por primera vez, tiene en sí mismo un soplo. El entusiasmo es, pues, un segundo soplo, lo que sería un nuevo nacimiento. Tener consigo el soplo de un dios es nacer una segunda vez y, si puede decirse así, tener por pastor un nuevo horóscopo. Y entonces, sigue Platón: “como se separa de aquello que es el objeto de las preocupaciones de los hombres y se aplica a lo que es divino, el vulgo le demuestra que tiene el espíritu alterado; sin embargo, está poseído por un dios y el vulgo no lo sabe.”
Platón no nos ha dicho mucho más; no obstante, en la VII carta dirigida al tirano Dionisio de Siracusa también escribió: “Sobre todos esos problemas no existen escritos míos, ni los habrá jamás. Efectivamente, este no es un saber que, a ejemplo de los otros, pueda de alguna manera formularse en proposiciones, sino que es el resultado del establecimiento de un comercio repetido con aquello que es la materia misma de este saber, resultado de una existencia que se comparte con ella. Súbitamente, como se enciende una luz cuando crece la llama, este saber se produce en el espíritu y en adelante se nutre solo”.
La mitología también alude a este saber extraordinario, en particular en el mito de Prometeo, quien precisamente había robado el fuego del cielo, el éter radiante. En el Prometeo encadenado (248-254), drama que Esquilo le consagró, hay una escena en la que Prometeo, víctima de la venganza de los dioses, clavado en la roca afirma:
“Prometeo. -Sí! He liberado a los hombres de la obsesión de la muerte. / El Corifeo. -¿Qué remedio has descubierto pues a este mal? / Prometeo. -He instalado en ellos las esperanzas ciegas. / El Corifeo. -¡Poderoso consuelo, el que en este día has traído a los mortales! / Prometeo. -¡Aún he hecho más! ¡Les he obsequiado con el fuego! / El Corifeo. -¿Cómo! ¿El fuego llameante está hoy entre las manos de los efímeros? Prometeo. -¡Sí! Y de él aprenderán artes sin número.”
Desde luego, no se trata del fuego de nuestra cocina, sino del fuego del cielo, aquél de quien dicen los Oráculos Caldeos: “Quien toque el fuego del éter, ya no podrá separarlo más de su corazón.”
He aquí, pues, como Prometeo, el gran bienhechor de la humanidad, fundador de las iniciaciones santas, ha liberado a los hombres de la obsesión de la muerte.
La Navidad se acerca y podríamos concluir reflexionando sobre los misterios que nos propone. Los cristianos, ya lo hemos dicho, no han inventado ni aportado nada nuevo, pues de lo contrario el cristianismo no sería la expresión de la tradición universal; el misterio de la Navidad es mucho más antiguo de lo que nos han enseñado los Evangelios. Veamos como prueba este breve pasaje de los antiguos misterios de Eleusis, que nos ofrece san Hipólito en sus Philosophumena:
“En un determinado momento, los iniciados eran sumergidos en la oscuridad y el gran hierofante hacía traer todas las luces. Entonces, bajo muchas luces, gritaba con voz fuerte el gran y secreto misterio de Eleusis: Nuestra Señora ha engendrado un hijo santo. Brimo ha engendrado a Brimona, lo que quiere decir: la fuerte ha engendrado al fuerte.»
Se dice que Nuestra Señora es la que engendra en el espíritu, la que está por encima del cielo: la de arriba. El fuerte es aquel que ha sido engendrado de esta manera.
Los antiguos griegos ya esperaban, pues, la venida del buen pastor y habían conocido el pesebre de Navidad que pronto reencontraremos. Y puede decirse que cuando se ha encontrado a este buen pastor, es decir, el fuego del cielo corporificado, se ha encontrado a aquel que puede llevarnos a la práctica de esas “artes sin número”, pues una vez el hombre ha sido regenerado espiritualmente, aún debe serlo corporalmente, ya que es cuerpo y espíritu. Y esto nos lleva a otra parte del saber, que no es únicamente la gnosis del cielo, sino que es sobre todo la gnosis de la tierra, y de lo que hay bajo la tierra: el misterio de la alquimia.
Es sabido que los astros del cielo tienen sus correspondencias bajo la tierra y que los metales tienen también nombres de dioses: Saturno representa el plomo, Júpiter el estaño, etc. Ocurre que en la tierra se encuentra un cuerpo metálico, que es el único en el mundo que escapa a toda destrucción y a toda corrupción: el oro. De ahí la alquimia y el misterio de quienes han buscado, digamos, cómo hacer oro. Aunque de hecho, nunca han perseguido hacer oro, sino regenerarlo, lo cual es otra cosa muy diferente.
Sabemos por un edicto de finales del siglo III d. C. o de principios del IV, que el emperador Diocleciano quiso hacer destruir todos los libros de alquimia existentes en su tiempo, “para impedir que los egipcios se enriquecieran”. Afortunadamente, algunos de aquellos libros escaparon a la destrucción y aún existen. En la actualidad se encuentran en la biblioteca de la Universidad de Leiden, en Holanda. Seguimos esperando un Filósofo suficientemente ilustrado, no solamente para traducirlos y editarlos, sino también para comentarlos.
En conclusión, la astrología se presenta como una ciencia de la Naturaleza humana y se sitúa en un cierto nivel en relación con las otras ciencias tradicionales, las del arte, que permite precisamente mejorar esta naturaleza y llevarla a un estado de perfección, más allá del cual no hay progreso posible.
Esto nos ha llevado naturalmente al pesebre de Navidad y a los misterios de Eleusis. Eleusis es una palabra griega que significa ‘la buena ventura’. Y ésta es la buena ventura que os deseo a todos…
¡Así sea!
______NOTAS:
1. Ignoramos si los antiguos sabían que la tierra gira alrededor del Sol. Parece ser que en Siracusa era conocido el sistema heliocéntrico.
2. ‘Progresar’, del latín progredi, ‘poner un pie delante de otro, partir, andar, marcharse’.
3. Cf. L. Cattiaux, El Mensaje Reencontrado, Arola ed., 2000, VIII, 32.
4. G. Lambert Brahy, célebre astrólogo belga, fundador de la revista Demain y Cébestia.
5. Cf. Platón, Crátilo 410b.