Historia y Origen de la Astrología Antigua. El zodiaco
La astrología, accidente histórico
Astrología y astronomía
(por sus etimologías tratado de los astros-leyes de los astros,
respectivamente) fueron en un principio términos sinónimos. Cuando los
griegos consideraron a la astronomía como a una rama de la matemática,
la sinonimia se extendió también a esta ciencia. Así, en la época
medieval se llamó frecuentemente “matemáticos” a los astrólogos,
mientras se confundía astronomía con astrología convirtiendo así las
leyes de los astros en leyes de los destinos humanos.
Sin
embargo, la observación insistente y cuidadosa del cielo que dio origen
a la ciencia astronómica se debió, pura y exclusivamente, a razones de
orden práctico: la necesidad de medir el tiempo y de establecer la
alternancia de las estaciones (un calendario, en fin) para ordenar las
tareas agrícolas y los ritos del culto. Más tarde estas observaciones se
usaron también en un sentido astrológico, debido a las características
de las antiguas culturas, mezcla de mitos, magia y religión.
Factores de índole religiosa
La contribución de las dos grandes culturas prehelénicas, la egipcia y la mesopotámica, ha sido bien diferente.
Es poco lo que sabemos de la astronomía egipcia, debido a la falta de papiros astronómicos anteriores a la época helenística (siglos Ill/l a. C.). No cabe duda, sin embargo, de que los egipcios realizaron observaciones astronómicas desde épocas muy tempranas, ya que en el tercer milenio a. C. establecieron el primer calendario solar basándose en la marcha regular de los astros y en las no tan regulares crecidas del Nilo. Calendario que ha servido de base al nuestro, tras sufrir dos reformas: la juliana (siglo I a. G.) y la gregoriana (siglo XVI). El año egipcio de trescientos sesenta y cinco días estaba dividido en doce meses de treinta días cada uno, más cinco días suplementarios. Cada mes se dividía en tres decenas de días, que se caracterizaban por el grupo de estrellas —o de una única estrella brillante— que asomaba por el horizonte cada diez días. Más tarde estos grupos de estrellas fueron utilizados muchas veces por los astrólogos del período grecorromano, a pesar del zodíaco griego, conocido por los egipcios sólo en la época helenística posterior a las campañas de Alejandro Magno.
Es poco lo que sabemos de la astronomía egipcia, debido a la falta de papiros astronómicos anteriores a la época helenística (siglos Ill/l a. C.). No cabe duda, sin embargo, de que los egipcios realizaron observaciones astronómicas desde épocas muy tempranas, ya que en el tercer milenio a. C. establecieron el primer calendario solar basándose en la marcha regular de los astros y en las no tan regulares crecidas del Nilo. Calendario que ha servido de base al nuestro, tras sufrir dos reformas: la juliana (siglo I a. G.) y la gregoriana (siglo XVI). El año egipcio de trescientos sesenta y cinco días estaba dividido en doce meses de treinta días cada uno, más cinco días suplementarios. Cada mes se dividía en tres decenas de días, que se caracterizaban por el grupo de estrellas —o de una única estrella brillante— que asomaba por el horizonte cada diez días. Más tarde estos grupos de estrellas fueron utilizados muchas veces por los astrólogos del período grecorromano, a pesar del zodíaco griego, conocido por los egipcios sólo en la época helenística posterior a las campañas de Alejandro Magno.
Aunque no puede hablarse de una astrología de los antiguos egipcios, es
indudable la influencia del cielo en su religión. No olvidemos que en
determinado momento sustituyeron a todos los dioses de su panteón por un
dios único: el Sol. Además, en algunos casos, dicha influencia celeste
adquirió ribetes de astrología: creían, por ejemplo, que la brillante
estrella Sotis (la actual Sirio) provocaba las crecidas del Nilo.
Mientras la astronomía de los egipcios revela un carácter litúrgico y
religioso, la astronomía de los pueblos de la Mesopotamia presenta un
fondo mágico y adivinatorio, fuente original de la astrología.
Los
babilonios heredan la magia de los sumerios, que ya no es la magia
animista del hombre prehistórico sino de índole más religiosa, con
caracteres protectores que se resuelven en encantamientos y exorcismos,
sobre todo frente « la enfermedad. El mundo exterior deja de ser el
mundo demoníaco ancestral y se puebla de dioses benéficos y maléficos,
Detectar en ese mundo los signos favorables o desfavorables resulta
vital: de ahí la importancia de la adivinación.
Dichos signos debían rastrearse en los sueños, en el comportamiento de
los animales y en su aspecto, así como en e! de las plantas y los
minerales; en las entrañas de animales sacrificados, sobre todo en el
hígado; en los rasgos de la fisonomía humana y, por supuesto, en los
astros y en las pertubaciones atmosféricas.
Si
estos antecedentes permiten afirmar que la astrología tuvo su origen en
la Mesopotamia, cabe agregar que sus caracteres específicos la
diferencian de la astrología actual. Aquella fue una astrología de neto
corte político y social, referida más a los fenómenos naturales y a la
colectividad humana que a seres individuales, si exceptuamos al rey,
representante del dios y habitante del templo divino. Los presagios que
los sacerdotes leían en los astros hablaban de hambrunas y sequías, de
guerras o inundaciones, de buenas cosechas, de victorias militares y
crecidas normales. Fue una astrología fundada en la correspondencia
entre dioses y planetas y en la relación entre los fenómenos celestes
—sobre todo los eclipses— y los fenómenos terrestres; correspondencias y
relaciones que los sacerdotes observaban y anotaban en sus tablillas.
Los persas consignaron en el Avesta sus creencias astrológicas: el alma de cada ser humano tiene asignada una estrella a cuyo seno retornará al morir.
Esta relación entre el alma y las estrellas reaparece mucho después en
una leyenda árabe, según la cual a cada persona le pertenece una
estrella, que nace y muere con ella. Conviene recordar, asimismo, que la
calidad de “mago”, tan frecuentemente conferida a los astrólogos,
corresponde a una palabra de origen persa.
Puede
decirse que la astrología, tal como hoy la entendemos, nace durante el
período helenístico de la conjunción de las creencias orientales con los
elementos griegos, y madura durante el período grecorromano. Varios
factores intervinieron en este proceso. Las Campañas de Alejandro
(segunda mitad del siglo IV a.C.), que produjeron una “helenización del
Oriente”, contribuyeron también a la “orientalización de Occidente”,
sobre todo en el terreno religioso.
La
religión de los griegos, con su Olimpo poblado de dioses demasiado
humanos, no resistió el embate de las creencias orientales que entre
otros elementos introdujeron la astrología entre los griegos y, más
tarde, por intermedio de éstos, en la India.
En
cuanto a la astrología china, el fenómeno es más complejo. En primer
lugar, entre el pueblo chino prospera toda clase de artes adivinatorias;
en segundo término, se trata de un pueblo esencialmente agrícola, que
desde muy antiguo reconoció la influencia del sol y de la luna sobre las
estaciones. Estos dos hechos permiten pensar que las prácticas
astrológicas tuvieron en China un origen semejante al de la Mesopotamia.
A
partir de los primeros siglos de la era cristiana, comienza a
practicarse y adquiere gran desarrollo la astrología actual. En cambio,
estas prácticas no hicieron mella entre los judíos, por lo menos en la
época helenística. Ya Jeremías: “. . .no temáis las señales del
cielo, de las que tienen pavor las gentes. . .”. Isaías, por su parte,
apostrofa a Babilonia: “Quédate con tus encantamientos y con las muchas
hechicerías con que te fatigaste en tu juventud”, y agrega, refiriéndose
a “los que miden el cielo”: “. . .serán como paja y el fuego los
quemará; no se salvarán a sí mismos del poder de las llamas. . .”
El fondo filosófico
A
estos factores de índole religiosa que contribuyeron a la
estructuración de la astrología actual, debemos agregar varios factores
de fondo filosóficos.
En
el pensamiento griego clásico, fusión de ley y de mito, de ciencia y de
poesía, no tiene cabida la idea de astrología en el sentido actual, si
bien se identifica el cielo con las ideas de perfección y de divinidad.
Es probable que la idea del cosmos como un universo bien ordenado y de
los planetas no como cuerpos “errantes” sino como cuerpos perfectos
—esferas— que se mueven según movimientos perfectos, es decir uniformes,
se deba a los filósofos pitagóricos del IV a. C.
Estas
ideas serán desarrolladas más tarde por Platón, a quien se debe también
la importante concepción —para la astrología actual— de la
correspondencia existente entre el macrocosmos (el universo) y el
microcosmos (el hombre), en virtud del carácter divino e inmortal de las
almas del mundo y del hombre. También influirá en la astrología la idea
de la divinidad de los astros, tal como aparece en el “Epinomis“,
diálogo platónico probablemente apócrifo. Para Aristóteles, más
realista, el cielo tiene sus propias leyes, independientes de las
humanas: “Si Zeus —es decir el cielo— hace llover, no es para que
crezcan las mieses sino por necesidad.” Aunque en su astronomía la
divinidad es una “causa primera”, este concepto, puramente metafísico,
es sólo el punto de partida de su explicación mecánica del sistema
planetario.
En
cambio en Alejandría, centro cultural del mundo helenizado a partir del
siglo IV a. C. la convivencia del filósofo griego, del sacerdote
egipcio —mezcla de intelectual y religioso— y del astrólogo caldeo,
convierte a la antigua astrología sumerja, fruto quizás de una
conciencia ingenua, en una tarea de rasgos científicos, muy
intelectualizada.
Las
corrientes filosóficas de la época, de acentuados tintes místicos, y
sobre todo el estoicismo, ejercen su influencia decisiva en tal
transformación. Según los estoicos, el hombre y el mundo constituían un
todo ordenado, que se mantenía unido mediante el “pneuma“. Este
.término (“soplo” en griego) designaba al alma, espíritu o conciencia
universal que poseía los caracteres de la divinidad. La cohesión entre
los elementos, la razón y la vida misma no eran sino distintos estados
de tensión del “pneuma“, comparable al parche de un tambor, cuyas
distintas tensiones producen sonidos diferentes. Mientras el alma
humana para Aristóteles era resultado de una especial organización de la
vida que desaparecía con la muerte, para los estoicos era parte
integrante del alma del mundo y de la muerte la devolvía a su lugar de
origen. De aquí nace la vinculación entre la vida humana y la vida de
las estrellas.
La
concepción estoica otorga también nueva vida a la doctrina del
macrocosmos y el microcosmos, a la que Platón había conferido carácter
racional al explicar la creación de la especie humana. Según Platón, el
Demiurgo —constructor o artífice del universo, de índole distinta al
dios de los estoicos— encomendó a los dioses menores la creación de las
razas mortales, y ellos utilizaron para crear al hombre los mismos
elementos que el Demiurgo había usado para crear el universo. En
consecuencia, el universo y el hombre —es decir el macrocosmos y el
microcosmos— resultaron impregnados de igual racionalidad y movidos por
mecanismos semejantes, lo que permitió establecer correspondencias y
paralelismos entre ambos mundos.
El zodíaco
Según
ya hemos dicho, la astrología con sus actuales caracteres —el
predominio del horóscopo individual, sobre todo, lo que los caldeos
utilizaron esporádicamente desde fines del siglo V a. c.— nace en el
mundo elenístico, donde aparecen los conceptos del zodíaco y sus signos.
El
zodíaco es una faja celeste por donde viajan, aparentemente, el Sol, la
Luna y los planetas, cruzada en la parte central por la eclíptica,
circunferencia convencional que señala la trayectoria solar.
Desde
antiguo se habían distinguido en esa faja grupos de estrellas de
distinta forma y extensión —constelaciones—, a los que la imaginación
popular había dado nombres de acuerdo con sus semejanzas. De ahí que los
griegos designaran a esta faja con el nombre de zodíaco, palabra que
deriva de un término que significa “pequeñas figuras” (la etimología que
hace derivar zodíaco de animal no parece correcta).
Los
caldeos habían dividido al zodíaco en doce partes iguales de treinta
grados cada una, que se hicieron corresponder aproximadamente con doce
constelaciones. De este modo, a cada constelación correspondía una parte
o “signo” del zodíaco, aunque a veces la constelación escapara del
signo y hasta del zodíaco. A estas dos divisiones del zodíaco —una
irregular por las constelaciones y otra regular por los signos—, los
astrólogos agregaron otra división regular por las “casas”. Es decir,
otra división en doce partes iguales a partir de un punto variable, el
“ascendente”, intersección de la eclíptica con el horizonte en un
instante y lugar determinado.
El
nombre astrológico de las doce constelaciones zodiacales, en el sentido
del movimiento aparente del Sol, es el siguiente: Aries (Carnero),
Tauro (Toro), Géminis (Mellizos), Cáncer (Cangrejo),Leo (León), Virgo
(Virgen), Libra (Balanza), Escorpio (Escorpión), Sagitario (Arquero),
Capricornio (Cabra), Acuario (Aguatero), Piséis (Peces).
Desde el punto de vista astronómico, son importantes las dos intersecciones de la eclíptica con el ecuador celeste, sobre todo una de ellas, el llamado “punto vernal”, como origen de coordenadas celestes.
Desde el punto de vista astronómico, son importantes las dos intersecciones de la eclíptica con el ecuador celeste, sobre todo una de ellas, el llamado “punto vernal”, como origen de coordenadas celestes.
En
la época helenística ese punto se encontraba en Aries, motivo por el
cual los astrólogos la eligieron como primera constelación zodiacal. En
virtud del fenómeno de precesión de los equinocios
(rotación del eje terrestre alrededor del eje de la eclíptica que se
produce en un lapso de 26.000 años), ese punto ha retrocedido desde
entonces: ha recorrido la constelación, Piséis, y actualmente está por
entrar a Acuario. Al astrólogo, empero, no le interesa este movimiento
porque no trabaja con las constelaciones sino con los “signos”, aunque
de este hecho resulten ciertas contradicciones entre las astrología y la
realidad astronómica.
Los planetas y los días de la semana
Un
legado astrológico probablemente helenístico que aún perdura en el
mundo latino es el nombre de los días de la semana, que reflejan
claramente los nombres de los siete planetas conocidos en el mundo
antiguo. En orden decreciente de su distancia con la Tierra, ellos son:
Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna (la sustitución del
“día del Sol”, el inglés “sunday” o el alemán “Sonntag”, por el
domingo, “día del Dómine” —Señor— fue una innovación posterior).
La
historia de este legado no es simple. Los babilonios habían dividido la
semana en siete días, cada uno de los cuales estaba consagrado a un
dios. Como a cada dios le correspondía una estrella, es decir un
planeta, cada día de la semana tomó el nombre del planeta
correspondiente.
Llama
la atención, sin embargo, que el orden de los días de la semana no
coincida con el orden de los planetas; por ejemplo, a Saturno (sábado)
sigue Júpiter (jueves) y no el Sol (domingo). Pero un examen más
detenido demuestra que entre el orden de los planetas y el orden de los
días de la semana existe una relación fija. Para comprobarlo bastan dos
sencillos diagramas: dibújese una circunferencia y divídase en siete
partes iguales. Si en cada uno de los puntos se colocan, en su orden,
los nombres de los planetas, y se unen entre sí siguiendo el orden de
los correspondientes días de la semana, se obtendrá uno de los dos
eptágonos estrellados, es decir un polígono regular. Si, en cambio, se
colocan los nombres de los días de la semana en su orden y se unen los
puntos siguiendo el de los correspondientes planetas, se obtiene el otro
eptágono estrellado. Pero esto ya no es astrología sino pitagorismo.
Astrología y astronomía
Así
como la astrología hizo presa fácil del mundo helenizado, también
rápidamente en el mundo romano y terminó extendiéndose a las tribus
germánicas, más allá de las fronteras del Imperio.
A pesar de la general aceptación, también hubo opiniones desfavorables. Carneades
(siglo II a. C.), filósofo platónico integrante de la embajada que
introdujo la filosofía griega entre los romanos, afirmaba que era
imposible comprobar la verdad de los horóscopos, y en apoyo de sus
argumentos señalaba los destinos distintos de los hermanos mellizos y se
preguntaba por qué los animales no tenían horóscopo. En el siglo
siguiente, Cicerón sostenía que los muertos en una misma batalla, dado
que estaban signados por un mismo destino fatal, deberían haber nacido
todos en el mismo instante y en el mismo lugar.
Tiempo después, Vitrubio
se muestra más imparcial y también más impreciso. En su “Arquitectura”
dice, refiriéndose a la astrología: “En lo que respecta a la rama de la
astronomía que se refiere a la influencia de los doce signos, de los
cinco astros, del Sol y de la Luna sobre la vida humana, debemos dejar
todo esto a los cálculos de los caldeos, a quienes debemos el arte de
confeccionar horóscopos que les permiten declarar el pasado y el futuro
mediante cálculos fundados sobre los astros.
Tales
descubrimientos han sido transmitidos por hombres inteligentes y de
gran agudeza, provenientes directamente de la nación de los caldeos. El
primero de ellos. Seroso, que se estableció en la isla de Cos, donde
abrió una escuela. Más tarde continuó en esa tarea Antipater, y luego Arquinábolos dejó las reglas para confeccionar horóscopos fundados ya no en el momento del nacimiento sino en el de la gestación.”
En
el siglo I de la era cristiana, Plinio, en su poco crítica-“Historia
Natural”, informa que las artes mágicas arraigaron a través de tres
conductos: la medicina, la religión y la astrología. Alude a la
antigüedad de las tres artes y se extraña de que Hornero no las mencione
en su “Ilíada“, mientras que en la “Odisea” abundan los actos de magia.
Refiriéndose a la astrología en particular, dice que el hombre la ha
incorporado a las otras artes porque “todo hombre ansia conocer su
porvenir y piensa que tal conocimiento se extrae con más certidumbre del
cielo.” En los primeros siglos de nuestra era aparecen nuevas
concepciones filosóficas: las ideas cristianas y judías luchan
victoriosamente contra el ya decadente paganismo; el gnosticismo—mezcla
de concepciones racionales y místicas— favorece las especulaciones de
tipo mágico y, por ende, a la astrología.
En
este ambiente cultural, la astrología se desarrolla ampliamente y llega
a su punto culminante con la obra de Ptolomeo (siglo II d. C.), quien
al separar netamente a la astronomía de la astrología convierte a ésta
en una rama autónoma del saber, rama que describe y estudia en un
tratado especial, el Tetrabiblos, verdadera biblia de los
astrólogos actuales. Aunque es evidente que las nociones de Ptolomeo
—tierra fija y astros móviles—, cabe destacar que sus dos obras
fundamentales, el Almagesto (astronomía) y el Tetrabiblos
(astrología) difieren en su estructura científica. Mientras en el primer
tratado desarrolla la astronomía en forma estrictamente científica,
sobre la base de rigurosas demostraciones geométricas, en el segundo se
limita a tratar los mismos temas mediante aproximados métodos
aritméticos.
Las
cuatro partes (de ahí el título “Cuatro Libros”) que componen la obra
astrológica de Ptolomeo comprenden, respectivamente, generalidades
acerca de la astrología y de los planetas, a los que divide en maléficos
y benéficos, masculinos y femeninos, diurnos y nocturnos; pronósticos
de carácter general concernientes a las distintas regiones de la tierra o
a características de los planetas; pronósticos de carácter individual;
factores astrológicos vinculados con distintas circunstancias y aspectos
personales.
Ptolomeo comienza distinguiendo las dos maneras de formular
predicciones astronómicas: 1) señalando la configuración de los astros
según sus movimientos (astronomía); 2) los cambios producidos en las
cosas por influencia de los astros (astrología). Resuelve que, aunque en
este último campo no se ha arribado a la misma perfección que en el
primero, lo considerará de acuerdo con la filosofía, es decir
científicamente.
En
consecuencia fundamenta a la astrología en estos términos: “Ante todo
es evidente, sin necesidad de mayor prueba, que una cierta fuerza
circula y se extiende desde la naturaleza etérea y eterna a. todo lo que
envuelve la tierra, provocando continuos cambios. Ante todo en los
elementos sublunares, fuego y aire, que se agitan en virtud de los
movimientos del éter, y con ello hacen partícipes de su movimiento a las
cosas inferiores: la tierra y el agua, y todos los animales y plantas
que en ellos nacen.” Reseña luego los distintos efectos del Sol y de la
Luna y agrega: “El curso de los astros asume, en el aire numerosos
significados: anuncia las tormentas, las lluvias y los vientos que
afectan a las cosas terrestres.
La
configuración misma que adoptan entre sí, en especial cuando al
acercarse unen sus efectos, provocan múltiples y variados cambios. En
efecto, si bien en el orden de la constitución general del mundo las
fuerzas del Sol son las preponderantes, algo agregan o quitan las que
residen en los demás astros. En lo que se refiere a la Luna, la cosa es
más evidente y frecuente, en virtud de las lunas llenas y nuevas y de
los espacios que las separan. Para los demás astros la cosa es menos
cierta y se produce a intervalos más separados; por ejemplo, cuando
aparecen o desaparecen, o cuando están en condiciones especiales.
Si
se atiende a estos hechos, no sólo se comprenderá fácilmente cómo la
constitución de las cosas es afectada por el movimiento de los astros,
sino que además señalará cómo, de acuerdo con el estado del cielo, se
forma y estructura el nacimiento y desarrollo de los gérmenes.” A esta
última creencia aludía Cicerón cuando decía, al referirse a los
astrólogos, que “creían no sólo verosímil sino absolutamente cierto que
los animales y los niños se forman según la disposición del cielo en el
momento de su nacimiento, y que bajo tal influencia se constituían el
ingenio, las costumbres, los hábitos y los caracteres de los cuerpos,
así como todo el curso de la vida y de las acciones futuras de cada
uno.”
Fuente Consultada:
Enciclopedia de los Grandes Fenómenos de Nuestro Tiempo Tomo II Astrología, Horóscopos y Ciencia.