
Aquella mañana de mayo de 1527, Clemente VII salió a dar su lánguida
bendición a los fieles que llevaban horas esperando en la plaza de San
Pedro. Apiñados como ganado, chorreando sudores por la humedad del
Tiber, las gentes crédulas cantaban y clamaban al paso del Papa, hasta
que uno de los consejeros, Francesco, le detuvo en seco. -Su santidad,
algo grave sucede porque llegan rumores de agitación. Dicen que se oyen
alaridos, juramentos, improperios y la guardia suiza se vuelve
corriendo. Vuélvase enseguida a palacio y desde allí podremos ver mejor
lo que pasa. El papa sospechó enseguida lo que sobrevenía, pero no
esperaba que los soldados se atreviesen a llegar hasta la plaza de san
Pedro y menos aún a su residencia. Quedó más tranquilo al escuchar de
nuevo a su almidonado consejero que acababa de recibir las últimas
noticias. -El que está anunciando estas cosas y aparece colgado de la
estatua de San Pablo es Bartolomeo Brandano. -¿Quiénes son los sus
seguidores? -preguntó preocupado el Papa-. Los que le aplauden son dos
frailes españoles y una beata muy conocida en España, Francisca
Hernández, que proclaman la llegada del fin del papado. Brandano se
tiene por profeta notorio. Es un ermitaño de Siena que anuncia a toda
voz la inminente caída de Roma. Es un visionario de tantos, por lo que
parece no hemos de preocuparnos, -determinó el consejero suspirando de
alivio-. El ermitaño ciertamente tenía un aspecto sobrecogedor colgado
de aquella estatua, desnudo, flaco y con una larga cabellera roja
cubriéndole los ojos y parte de la cara. El ruido de multitudes
despavoridas indicaba, sin embargo, que el tedio atroz de los ejércitos
del emperador español Carlos V ahora despertaba y venían Roma 1527 27 a
saciar su hambruna en las abundantes despensas vaticanas. Poco
importaban los presagios y vaticinios de fray Santander, Francisca o
Brandano, porque la tormenta de sangre que se estaba desatando en Roma
nadie sabía ni podría explicar las consecuencias del pandemonio horrible
de sus truenos sinaíticos. El consejero papal farfulló entrecortado, a
media voz y mirando al cielo, mientras veía a las multitudes entrar en
la plaza con la amenaza de la muerte. -El horror es tan absurdo como el
amor. ¡Pobre de quien intente comprenderlos! ¡Pobre Roma y abandonado
Vaticano que nunca más serán lo mismo después de esta pesadilla! El Papa
preguntó enseguida a Francesco qué pretendía decir. -¿Qué está pasando
Francesco? -Nos han informado que los mercenarios españoles,
efectivamente, han entrado en Roma en dirección al Vaticano. Los Tiempo
de beatas y alumbrados 28 padres han comenzado a degollar a sus mujeres y
sus hijas para salvarlas del deshonor. Nuestras prostitutas no han
podido saciar la pasión soldadesca ni su sed de venganza y vienen a
reclamar su paga con el botín del Vaticano. -Pero eso es horrible, es
una doble masacre indigna de Carlos V, -gritó rabioso el Papa-. -Eso no
es lo peor. Anuncian que van convertir la basílica de San Pedro en
establo para los caballos del emperador. Los gritos, acabaron siendo un
solo grito descarnado y ensordecedor cuando los Tercios españoles y
alemanes entraron en la plaza vaticana. Decían que habían sido los
Lansquenetes luteranos los que habían abierto las tumbas de la cripta,
los que durante días por las calles del Trastevere dieron patadas a las
calaveras que decían ser de San Pedro y San Pablo. En las mentes de
estos soldados el Papa no era más que el Anticristo, un sistema de poder.
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