Todas las sociedades humanas han tenido conocimientos y creencias astronómicas, si por eso se entiende que establecieron formas sistemáticas de mirar el cielo para encontrar pistas, o causas, de los aconteceres terráqueos y su devenir. También depositaron este conocimiento en un grupo determinado de personas. Establecieron rituales de adivinación. Trazaron maneras específicas de acceder a este conocimiento, de distribuirlo, de emplearlo, de combinarlo con otros tipos de conocimiento, de volverlo parte de la vida cotidiana o su más extraña excepción. En Babilonia y Asiria la astrología constituía el culto oficial de Estado y de aquí datan los primeros registros documentados (las tablillas conocidas como Enuma anu enlil). Tres mil años más tarde, el presidente Ronald Reagan consultaba a la astróloga Joan Quigley sobre cuál era el mejor momento para dar un discurso o para encontrarse con mandatarios extranjeros. En mayo de 1988 la revista Time tituló: “¡Dios santo! ¿Una astróloga establece la agenda del Presidente?”. Quigley se encogió de hombros. La astrología es una ciencia, afirmó. Existe una historia legitimada, enciclopédica. En su usanza occidental, los primeros registros astrológicos proceden de las culturas caldea y babilónica. En la Antigüedad, se practicó en Egipto, Grecia, India y Persia. Los griegos aportaron el sistema astrológico que perfeccionarían los romanos, y los primeros cristianos siguieron la tradición. La práctica se reintrodujo con fuerza en la Alta Edad Media y alcanzó su esplendor durante el Renacimiento. Nicolás Copérnico, Johannes Kepler, Gerolamo Cardano y Tycho Brahe fueron algunos de quienes pretendieron darle una base científica. El Siglo de las Luces se los tragó a todos y por fin la astronomía moderna se desprendió de la superchería astrológica (unos cuantos cientos de años después de que el astrónomo persa Abu Rayhan Biruni, en el siglo XI, estableciera una distinción semántica entre astronomía y astrología). Desapareció y reapareció en los siglos XIX y XX. Entró en los diarios, la radio, la televisión. En 1975 los Premios Nobel ya la objetaban. En el siglo XXI el sincretismo había triunfado: se puede creer en todo, aunque se contradiga entre sí.
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